domingo, 28 de marzo de 2010

Recordando a Uslar

Por: Marcelo Morán

El pasado 26 de febrero se cumplieron nueve años de la muerte de Arturo Uslar Pietri.

Casi nadie recordó esta fecha, salvo la fundación que lleva su nombre en Caracas.

Los noticieros daban avances sobre su desaparición aquel martes de carnaval del 2001, donde los periodistas desbordaban de extremo a extremo la funeraria dando la impresión de ser los únicos dolientes del ilustre difunto.

Allí permanecían a la caza de algún personaje importante que pudiera arribar, y entre los que se encontraría el Presidente de la Republica, que jamás hizo su aparición. Más tarde los canales reportaron la llegada de los expresidentes Luis Herrera Campins y Rafael Caldera, éste último acompañado y llevado del brazo por uno de sus hijos.

El primer venezolano distinguido con el premio Príncipe de Asturias de las Letras por su aporte a la defensa del idioma castellano, y por su infinita labor humanística registrada en muchas publicaciones y trabajos periodísticos, plasmados a lo largo de casi un siglo, no merecía una despedida tan ingrata como esa.

En el año 1939 escribió un artículo en un diario caraqueño titulado: “Sembrar el petróleo” cual si fuera una nueva voz que clamara en el desierto para advertir sobre el futuro reciente en la que se sumiría Venezuela por depender exclusivamente de ese recurso no renovable, y que nadie quiso escuchar en su momento, y hoy a más de setenta años de su exhorto, no nos cansamos de repetir como una profecía cumplida, desbordando constricciones que en ningún caso remediará lo que ya parece irredimible.

Uno de los libros que más impresionó de su vasta producción fue El camino de El Dorado, publicado en 1948 y que tuve la suerte de leer en 1973, cuando yo estudiaba el tercer año de bachillerato, allá en el Liceo Hugo Montiel Moreno de El Moján.

La novela de carácter histórica narra las aventuras del gobernador español Pedro de Ursúa en su afán de encontrar en alguna parte del Amazonas una fabulosa ciudad tutelada por un rey que hasta sus estornudos eran de oro. Esta leyenda estimuló una expedición patrocinada por el virreinato de Perú en 1561, a través del río Marañón, un afluente del gran Amazonas en busca del mítico lugar dorado. La tripulación tuvo que sortear situaciones hostiles impuestas por el medio selvático, donde confluía la malaria con el acecho de fieras inimaginables que en cierto grado contribuyó a reducirla considerablemente. Y es de donde empieza a surgir un personaje gris, que ni siquiera tenía cuota de mando en la empresa expedicionaria, puesto que el jefe era el propio gobernador quien de paso se acompañaba de su hermosa y deslumbrante mujer.

Ese personaje era Lope de Aguirre, un soldado resentido de origen vasco español que en plena marcha hizo que la tripulación se sublevara y echara del mando al gobernador Ursua quien fue ejecutado de una vez junto a su amante.

A medida que este hombre desconocido se investía de poder crecía su megalomanía de tal modo que pretendía apoderarse de todos los virreinatos del nuevo mundo, hasta deponer incluso al monarca de España Felipe II. Su desconfianza llegaba a límites de inverosimilitud que el mismo se encargaba de eliminar a aquel que intentara traicionarlo o que pudieran urdir un atentado en su contra. En ese constante delirio purgó su tripulación para quedarse sólo con los incondicionales, que no le darían más razones para un posible magnicidio.

De esa forma Aguirre recaló por el Orinoco llegando luego a la isla de Margarita donde sembró el terror aniquilando sin piedad parte de sus autoridades. Después se dirige a Barquisimeto en busca de unos desertores para cobrarles su traición, pero en este sitio crepuscular sus partidarios hastiados de sus locuras y sus desmanes lo venden y lo entregan a la justicia española, quien le hace pagar por su rebeldía, castigándolo con la pena que se aplicaba a todo aquel -como era su caso- desconocía la autoridad del rey.

Esta terrible tragedia de casi cinco siglos atrás; reconstruida en novela por el genio de Uslar Pietri, me hace recordar hoy la realidad de un país, ubicado: en algún lugar del planeta de cuyo nombre no quiero acordarme…

sábado, 27 de marzo de 2010

Conspiradores y golpistas

Por: Manuel Rosales G.

Los repartidores de violencia y desesperanza han dado un paso más en la cruenta persecución que los hará notables en este tramo de la triste historia de nuestro país, iniciando una aberrante acción en contra de Oswaldo Álvarez Paz y los periodistas que dirigen un programa donde el ex Gobernador emitió sus opiniones sobre la realidad que vivimos.

Asimismo, la Asamblea Nacional debería de ocuparse de sus funciones legislativas y no actuar como brazo ejecutor del gobierno, aprobando otra acción en contra del Dr. Guillermo Zuloaga por declarar con claridad y valentía sobre la quebrantada libertad de expresión en el país.

En los dramáticos momentos que atraviesa Venezuela, volvemos a levantar la voz para ocuparnos de la persecución que sufrimos todos los que nos oponemos a la política y a la incorrecta actuación del grupo de privilegiados responsables del sombrío panorama económico y social que padece nuestra nación.

Al escribir esta reflexión nos transportamos en el tiempo recordando al Presidente, Franklin Delano Roosevelt, defensor de las luchas de la libertad y estadista gigantesco que le dio al mundo las líneas fundamentales por el cual se luchaba y desangraba, al establecer el derecho a la libertad de palabra, a la libertad de cultos, a vivir libre de pobreza y miseria y el derecho a vivir en una sociedad segura y libre de temores.

En Venezuela no hay libertad de expresión, no se vive libre de temor. Los Poderes del Estado se utilizan para criminalizar la política, mientras la delincuencia y las mafias asesinan, atracan y secuestran, tienen arrinconados y en zozobra al pueblo.

Los pobres son más pobres y la clase media se desliza hacia la pobreza. Centenares de hombres y mujeres que hemos luchado porque nuestra patria viva libre, impere la justicia y la felicidad, somos perseguidos, maltratados, lanzados fuera de nuestra tierra y condenados.

Mancha siniestra que es, historia vieja. No hay país, no hay época en que gobernantes ambiciosos y perversos no tengan marcas y antecedentes; pero también es verdad que los hombres que fueron acusados y perseguidos injustamente son hoy día hombres respetados una vez pasada la persecución y la perfidia.

En todos aquellos lugares en que el gobierno ha sido falso, incapaz, malo y desaforado, se ha requerido de la lucha y resistencia desde cualquier espacio. La lucha en la calle, la lucha desde el exilio, la lucha desde la cárcel, la lucha hasta vencer.

Es la lucha por la justicia en toda su dimensión y que los “vivos y privilegiados” llaman conspiración, pretendiendo engañar a la gente al querer confundir la lucha cívica y democrática con esta táctica bien conocida por ellos.

Para ellos somos conspiradores quienes luchamos por la libertad de expresión, por los medios de comunicación, por las necesidades de nuestro pueblo, por la seguridad personal, por el empleo y las oportunidades, somos conspiradores por trabajar para sacar de abajo a los que nada tienen. Somos conspiradores porque queremos lograr un futuro mejor para las nuevas generaciones.

Es la conspiración buena de un pueblo contra los verdaderos golpistas que durante años conspiraron contra la democracia y la constitución, amparados y chupando los beneficios y oportunidades que les brindó este sistema de gobierno.

Conspiradores y golpistas son ellos, responsables de la violencia y la muerte de hombres y mujeres, y hoy están libres disfrutando el poder sin haber pagado por las muertes y la violencia que cobardemente ocasionaron.

Seguiremos luchando hasta lograr una sociedad nueva y moderna. Esta lucha será eterna, firme, infatigable, todos los segundos, mientras podamos respirar, mientras tengamos un espacio en cualquier lugar de la tierra para emitir nuestro pensamiento y levantar la bandera de la justicia social.

domingo, 7 de marzo de 2010

Versos para cantar

Por: Joan Manuel Serrat

No toda la poesía vale para ser cantada. Cierto que a todo se le puede poner música y que todo puede
ser cantado, desde la guía telefónica hasta el manual de instrucciones de un lavavajillas, pero es dudoso que textos de este calado alcancen a conmover a un auditorio como se espera de una buena canción.

Por lo general y salvo excepciones, una buena letra de canción tiene una estructura, un ritmo, una rima, un murmullo que la mece y la transporta mansamente hasta el oído, donde un argumentario manejado con sensibilidad se encargará de acercarla al corazón.

Luego está la música, pero eso ya es otro cantar.

No toda la poesía vale para ser cantada, ni todos los poetas sirven para escribir canciones.

A lo largo de más de cuarenta años de dedicarme a este oficio y de haberlo intentando de maneras varias, incluyendo tentativas de colaboración con plumas contrastadas y brillantes, en alguna ocasión me sorprendió la simpleza de los textos con la que algún reconocido hombre de letras respondió a mis requerimientos de escribir canciones en complicidad. Quizá el vate, convencido de antemano de que la canción popular no pasa de ser un arte menor mas cercano al alfarero que al escultor, cayó en el pecado que denunciaba Antonio Machado: despreciar cuanto se ignora, aunque también cabe la posibilidad de que el buen hombre no supiera hacerlo mejor. Bien sea por lo uno o por lo otro, mi experiencia me reafirma en que de la misma manera que detrás de un buen autor de canciones no hay necesariamente un buen poeta, tampoco al revés o viceversa.

Afortunadamente, también existen García Lorca y Rafael de León y Manolo Vázquez Montalbán y Mario Benedetti, por citar algunos magníficos letristas de canciones por derecho y, al tiempo, buenos poetas como muestra de que entre poesía y canción no media una frontera clara.

A este grupo de poetas manifiestamente musicales corresponde Miguel Hernández. Versos de rima clara y cadencioso ritmo que vienen de fábrica con la música puesta. Poesía escrita para ser cantada.

La mejor prueba de ello es que somos muchos los que con más o menos acierto, con mayor o menor fortuna, nos hemos atrevido a musicar y cantar sus versos, y diría yo que con el beneplácito del autor.

No me parece a mí que se le hubieran caído los anillos escuchando sus versos hechos canción a quien en el prólogo de Viento del pueblo insiste en que los poetas debían estar en el aire y pasar soplados a través de todos los poros. Probablemente no hubiese estado de acuerdo con muchas de las músicas con las que unos y otros hemos envuelto sus poemas, pero sin duda no le hubiera resultado ajena la peripecia.

De hecho, en vida del poeta, Lan Adomian, judío neoyorquino nacido en Ucrania integrante de la Brigada Lincoln, les puso música a algunos de sus poemas con su visto bueno y activa complicidad, y se sabe que trabajó en un himno oficial para la II República que debería haber sustituido al de Riego.

Si no le hubiera gustado que sus poemas olieran a canción, no existiría una Canción del esposo soldado, ni una Canción primera, ni una Canción última.

Titular un libro como: Cancionero y romancero de ausencias indica claramente que concebía esos versos como algo coral, musical y compartido.

Buena parte de sus obras de teatro incluyen pasajes explícitamente escritos como canciones en los que, junto a otras acotaciones, se indican los instrumentos que debían acompañarlos y donde coros como los de vendimiadoras y vendimiadores de El labrador de más aire recuerdan a los que suelen gastarse en las zarzuelas.

Otro ejemplo son las conocidas Nanas de la cebolla, escritas como seguidillas y que envía a su mujer diciéndole: “Ahí te mando coplillas.

Quien ensayó todo un abanico poético, desde la octava real hasta el soneto y el alejandrino, termina apostando por canciones al modo popular.

Como Miguel Hernández, creo en el placer de cantar, de cantar por el gusto de cantar, así como también creo que la canción es un buen modo de difundir la voz de los poetas, aunque confieso que ésa no ha sido nunca la razón que me ha movido a ponerles música. Si algo me ha llevado a hacerlo ha sido el descubrir en versos ajenos aquello que yo quería decir y de la manera en que el otro lo dijo. El resultado de toparme con versos que cantan y que me hicieron cantar con ellos.

Es difícil sustraerse a la simpatía que genera ese hombre que, como dice José Agustín Goytisolo: “Nace, escribe, muere desamparado”, pero, por encima del cariño a la persona y al ideario de Miguel Hernández, han sido la contundencia de su poesía, su vigencia y sobre todo su musicalidad las que me ha empujado a proponer una segunda entrega de sus versos hechos canciones, que, bajo el título de Hijo de la luz y de la sombra, supone una prolongación y también un complemento del trabajo que apareció en 1972.

Aventando sus versos, redondos y frescos como si hubieran sido escritos ayer y aquí, me uno a la celebración del centenario de su nacimiento y rindo un fraternal homenaje al poeta, al niño cabrero, al amigo desgajado, al amante exiliado, al padre huérfano, a la víctima de las cárceles de la dictadura, al hombre que cada vez que colgaba al sol los sueños, la vida le dejaba carbón, pero también me rindo homenaje a mí y a todos y cada uno de nosotros.