jueves, 1 de julio de 2010

Cosas de la vida

Por: Marcelo Morán

En el año noventa y seis la Guajira fue azotada por un brote de encefalitis equina que llenó de alarma a las autoridades sanitarias del país y por supuesto, a los habitantes de la península, que en breve tiempo empezaron a sentir sus estragos.

El gobierno de la época evaluó la situación en la persona del propio Ministro de Salud, si no más recuerdo, era de apellido Walter, quien vino al Zulia en una operación relámpago, y en un alarde más digno de clarividente que de médico sanitarista, declaró que, en nuestra región no había tal enfermedad, sino infundios inventado por los wayúu, apoyados quizás por los medios, para desprestigiar la buena gestión del gobierno que él representaba.

Esa misma semana, en Ciudad Ojeda, recibí la noticia de que entre las primeras víctimas se encontraba una prima muy apreciada de mi abuela, que vivía en Guarero y acababa de cumplir ciento diez años.

No pude asistir al velorio, Pero sentí una indignación muy grande por las desventuradas palabras del funcionario hacia el dolor ajeno. Como si el pueblo wayuu tuviera que merecerse todos los infortunios del destino por vivir en un área geográfica donde por ironía, existe la primera señal (hito número 1) que recuerda, sobre todo, a inconcientes como él, que allí comienza la Patria, y como ciudadanos de Venezuela los wayuu son dignos también del respeto y los mismos privilegios que gozan los venezolanos de la capital.

Así que logré expresar mi inconformidad a través de un artículo de opinión que envié con mi amigo Gustavo Alfonso para Valencia, donde acababa de entrar como soporte técnico en un nuevo proyecto editorial, y donde fungía como jefe de redacción el padre de nuestro común amigo Vladimir García. A la semana siguiente, regresó Gustavo con un ejemplar de El Espectador -que todavía conservo- y muy sonriente me dijo:

-Campeón, ve lo que hicieron con tu artículo. Se refería a un llamado en primera página a la nota que William García Insausti había convertido en reportaje, ilustrándolo incluso con fotos del paisaje guajiro.

El relato comenzaba con la llegada de Alonso de Ojeda en 1499, y terminaba en una interesante plática en un autobús con un viejo que se dirigía muy preocupado a Castilletes a saber de sus familiares, quienes podían ser víctimas de la enfermedad que no sólo mataba a equinos.

Para un wayuu los sueños pocas veces se equivocan y sobre todo cuando se hace muy reiterado. En la visión, el viejo regresaba de nuevo a su adolescencia y volvía a ejecutar la misma tarea reservada para los jóvenes de su edad, como era pastorear carneros. Pero en otro plano, él apreciaba cómo la Guajira desaparecía con todo su ambiente xerófilo, y en su lugar, se plantaba una ciudad extraordinaria, comparada a lo mejor hoy con Shangai o Estambul.

La idea de esa adelantada ciudad revoleaba en mi cabeza desde mi niñez, y no fue hasta julio del año 2000 cuando decidí plasmarla en un cuento con el título de: Viaje a Santa Cruz de Wuinpumuin, de seis cuartillas de extensión, que luego transformé en novela en 2007 y aún llevo del tumbo al tambo a la espera de un buen samaritano para su publicación.

Al reportaje le saqué varias copias y entre ellas, envié una a Maracaibo que fue leída a mi madre de forma inmediata por mi hermana Beatriz y de allí, por un grupo de parientes que se había refugiado en nuestra casa tras huir de los rigores de la epidemia.

El reclamo de mi madre no se hizo esperar por teléfono después de oír el extraño relato.

-¿Cómo es que fuiste a la Guajira y no pasaste por aquí?

-¿Por qué tuvo que salir en un periódico de tan lejos, y no en los de Maracaibo?

Ella supo enseguida que el sueño de la desaparición de la Guajira que yo le atribuía a un viejo compañero de viaje, no era otro que, un sueño que yo había tenido en mi infancia, y nunca dejé de contar en las tertulias con mis familiares, y no he dejado de recordar todavía, después de transcurrir más de cuarenta años.

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