domingo, 20 de marzo de 2011

Los náufragos y el ahogado

Por: Elías Pino Iturrieta

El libro
de Mirtha Rivero, La rebelión de los náufragos (Editorial Alfa), se ha ganado con justicia el favor de los lectores. Su investigación de naturaleza periodística, hecha con indiscutible seriedad y escrita con plausible claridad, no sólo ha provocado comentarios cotidianos sino también foros académicos en los cuales se han ponderado sus cualidades. No tengo dudas de que sea un aporte fundamental para la comprensión de la contemporaneidad, y un oportuno auxilio para la reconstrucción de un suceso sin el cual no se pueden entender las urgencias de la actualidad: la defenestración de Carlos Andrés Pérez, ocurrida en 1993 y de la cual se desprendieron consecuencias medulares para el futuro. Sin embargo, algunas de las reacciones que su lectura ha provocado, especialmente el comienzo de una especie de proceso de canonización del hombre que entonces sale con las tablas en la cabeza, aconseja los comentarios que vienen a continuación.

La brasa para su sardina

En especial, algunas observaciones sobre la calidad de los testimonios que atiborran sus capítulos. Se trata de testimonios interesados, es decir, manifestaciones de individuos involucrados en el proceso que la autora analiza o cercanos a su evolución, quienes reconstruyen en el futuro episodios que les incumben desde el punto de vista personal y desde la perspectiva política. Es evidente que quieran llevar la brasa para su sardina. Es evidente que no quieran malponerse con la lectoría. Es evidente que, después del desarrollo de los acontecimientos, puedan reconstruirlos a su manera y también echar al olvido memorias incómodas. Estas realidades cuya obviedad es razonable no se muestran en toda su redondez en la obra por tres razones esenciales: los informantes en su mayoría son veteranos en la comunicación de sus versiones y difícilmente van a echarse tierra después de que la tierra tembló; simplificando en grande, quieren encontrar la razón de los pecados y las virtudes de la época en el individuo en torno a quien se desarrolló la conmovedora historia, Carlos Andrés Pérez; además la autora, tal vez sin proponérselo, debido a la ponderación de sus preguntas y a la manera de poner a correr las respuestas en el texto, hace que el lector se aclimate en su regazo con amplia confianza.

De tal confianza se desprenden dos reacciones, según pienso después de atenta revisión: la sensación de obra mal hecha que fue sacar a Pérez del poder, y la mirada benévola de ese hombre a quien por fin le tocó la de perder. Quizá sobre la primera no quepan los reproches cuando miramos el malhadado disparate de entonces desde la tragedia de la actualidad, y cuando algunos, entre ellos quien escribe, llamamos la atención en su oportunidad sobre el escandaloso exceso que se estaba cometiendo, aunque tal vez sin pesar en balanza rigurosa los motivos y los intereses que mueven a los hombres en sus sucesivos presentes. Pero sobre el otro corolario conviene distanciarse del todo, no en balde tiende a la canonización del líder que recibe los palos de los venezolanos de su tiempo, quienes, si finalmente se eleva a Pérez a los altares, deberán pagar severas penitencias por su felonía, aparte de las que ya están pagando.

Superdotado

¿Cómo hablan en el libro los colaboradores del hombre que los convida a gobernar y los eleva al estrellato de los ministerios? Refieren el descubrimiento de un estadista superdotado y desinteresado que desea el bien de la sociedad por el cual está dispuesto a sacrificarse, el hallazgo del guía del buen camino que por fin encuentra el pueblo gracias a una luz que iluminó al flamante Moisés para buscar la tierra prometida. ¿Existe tal espécimen de refulgencia, esa lumbrera que encandila a sus servidores de la cúpula? Quizá sólo exista un individuo corriente y sin mayor formación intelectual, que supo subir en sus horas hasta llegar a la cumbre dos veces por las cualidades de animal político que atesoró desde la juventud y por los arreglos que logró con amigos y adversarios, irreprochables cuando se pretende el control del poder pero de ardua aceptación cuando se trata de fabricar un santoral.

Para la negación de tales atributos de estadista basta ahora una sola observación: la miopía, si no la ceguera, con la cual apreció los sucesos del "caracazo" que le reventaron en la cara sin que siquiera hubiera imaginado su perfil, su boceto.

Seguramente como pensó que podía hacer cambios en la economía y en la rutina de la sociedad porque se le pegaba la gana, sin decir nada sobre el particular en la campaña electoral en la cual triunfó clamorosamente por ser lo que era y no por lo que nadie sabía ni podía adivinar de sus maromas, renegando del pasado a la chita callando, sin consulta del liderazgo político, mucho menos de los hombres comunes y corrientes, llegó a la conclusión de que no pasaba mayor cosa durante un 27 de febrero que en nada se parecía a los otros días del almanaque. No sé, quizá vaya descaminado, pero son asuntos que se me han ocurrido después de leer La rebelión de los náufragos, una investigación periodística de notable importancia. Tal vez sirvan para una comprensión más equilibrada del pasado reciente y para mejor entendimiento del trabajo de Mirtha Rivero, cuyo éxito celebro sin cortapisas.

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