Edinson Martínez
@emartz1
Con
frecuencia se ha venido expresando que Venezuela presenta los niveles de
inflación más elevados del planeta, todas las proyecciones que sobre el tema se
hacen para el año en curso no hacen sino confirmar lo que por doquier se
comenta. Desde los analistas internacionales, pasando por los locales, que son
muchos y de muy variadas convicciones, hasta los ciudadanos de común vivir que
la sufren en cada visita al mercado, concluyen que efectivamente si no nos
encontramos en ese nada envidiable lugar, estamos pisándole los talones. La inflación, como la alta temperatura del
cuerpo humano, es la consecuencia de distorsiones o afecciones profundas del
cuerpo económico de un país. Es de todas las anomalías la que con mayor rapidez
devora el sustento de los trabajadores y
ni hablar de aquellos que no tienen una fuente de empleo segura o permanente.
Es el camino directo al empobrecimiento progresivo de la sociedad, y soporte, además, de las violentas tensiones sociales que por norma general no
tienen un final afortunado. La inflación, de ser una patología social
desbocada, deviene entonces, en un espinoso
problema político para quienes dirigen la nación, en esencia, de eso se trata, de
un problema político que demanda actuaciones en ese campo. El incremento en el
nivel general de precios –para decirlo en otras palabras- una vez que toma
vuelo -como es nuestro caso, en donde en muy corto tiempo se han vaticinado
varias proyecciones, siempre al alza, a contrapelo de los anuncios oficiales
para contenerla-, desarma al populismo, lo vuelve trizas, en cualquiera de sus
variantes, porque sencillamente en su esquema no hay soluciones, y es allí donde
quedan al desnudo toda la colección de yerros en el campo económico que
precedentemente y de modo acumulativo se fueron tomando. La inflación es el
actor político que socava la viabilidad y legitimidad de gobiernos, el mundo
está lleno de sonoros y callados ejemplos a lo largo de nuestra historia
contemporánea, y precisamente, esa senda la está transitando el gobierno de
Maduro, cuya obstinación en un ensayo político con tan notorios y perseverantes
errores en materia económica, no le auguran otra cosa que la salida por la
puerta de atrás de la historia. No es posible contener la inflación en
Venezuela con la misma receta bolivariana que por todos estos años se ha venido
aplicando.
Venezuela se ha convertido en un país de records negativos en el campo económico, hasta hace poco sus
autoridades ignoraban el tema, lo soslayaban y como quien pretende esconder el
sol con un dedo, la autoridad monetaria optó por no emitir los boletines con
los indicadores de inflación para evitar, como es natural, el comentario
colectivo y la respectiva valoración del desempeño económico junto a los otros
indicadores que también son de obligatoria publicación. Pero los ojos del mundo están sobre nuestro
país. Somos el milagro económico al revés, nos convertimos en aquella parte del
mundo a la que se debe estudiar para no cometer los disparates que ampulosamente
se han exhibido como logros en todos estos años.
La
inflación, tal como ahora la conocemos, es un hecho nuevo para los venezolanos,
nunca antes tuvimos indicadores que sobrepasaran reiteradamente los tres
dígitos. Durante la dictadura de Pérez Jiménez, en el lapso 1951-1957, los
niveles de precios se movieron en torno al 0.75 % anual, una especie de paraíso de la estabilidad de precios. Para los
primeros años de la democracia los números giraron cercanos y ligeramente sobre el 1,5 % anual -estamos hablando de los periodos
gubernamentales de Rómulo Betancourt y Raúl Leoni-, para el gobierno de Caldera
la inflación se ubicó en 3,65% anual, era evidente que comenzaba una tendencia
al alza de los niveles de precios en el país. Cuando llegamos al periodo de la
“Gran Venezuela” de CAP los indicadores se dispararon a 9,86 % -el triple del gobierno anterior-. El gasto
público -otra vez el mismo detonante, pero sin las adicionales perversiones que hoy
padecemos- descontrolado cuya principal base de expansión lo constituyeron los
incrementos de precios del barril petrolero, comienza a incorporar a la nación
en el tortuoso camino de los aumentos de los niveles generales de precios.
Desde entonces, nunca más pudo
contenerse la inflación y nuestra economía la metabolizó como un mal endémico. Esa es la verdad.
Durante el siguiente quinquenio, en el periodo del hombre que arreglaba esto,
según el decir de la campaña presidencial del bonachón y atinado refranero que
muchos recordamos, el promedio ascendió
a 16,7 % anual. Y vale la pena detenerse un poco aquí. El gobierno de Luis
Herrera Campins diseñó su estrategia
económica sobre la premisa de bajar el “recalentamiento de la economía”, corregir
sus desequilibrios estructurales y la presión alcista de los precios, la visión
estatista y dispendiosa del gasto público del quinquenio precedente, alimentada
por las cotizaciones elevadas del crudo venezolano, constituían el anómalo cuadro
económico que recibía aquel 12 de marzo de 1979 –mención aparte merecerían sus
acotaciones y celebres referencia a la deuda externa generada por el gobierno
de Carlos Andrés Pérez-. Al cierre de este lustro presidencial la inflación no cedió,
casi duplica la de su predecesor. Durante la gestión de Jaime Lusinchi el
promedio anual rompió todos los records y se montó en 34,1 % Los que siguieron CAP II y Caldera II son
historia relativamente reciente, el pico mayor de aquellos años se lo lleva
1996 con el 103,2 % Periodos de mucha
tensión política y militar en nuestra historia, sin embargo, fue en el quinquenio del presidente Rafael Caldera II, cuando pudo
revertirse la tendencia alcista del fenómeno -insisto, porque es bueno no
perder detalles, año tras año, la inflación
había venido creciendo sin contención alguna desde la caída de la dictadura-. La “Agenda Venezuela”, en ese sentido, fue la
clave para torcer el brazo del incremento sostenido en los niveles de precios,
del pico alcanzado en 1996, para el fin del periodo gubernamental, es decir, en
1998, la inflación alcanzó el 30 % -era la primera vez que un escenario así se
presentaba- y de allí en adelante la tendencia a la baja se consolidaría.
Cuando
el gobierno del finado se inició en 1999, lo hizo con una herencia de control
inflacionario que había resultado efectiva, con tendencia reiterada a la baja
luego de 1996; además, sin control
cambiario, niveles de deuda externa manejables y precios internacionales del
crudo en torno a casi los ocho dólares el
barril, que le agregaban a la gestión previa martirio económico a las
metas gubernamentales. Cuando se mira en la distancia del tiempo las
dificultades económicas e institucionales que vivió el país en esos años, es
inevitable concluir –en un juicio desapasionado y razonablemente equilibrado- que
fue una gesta haber cerrado el periodo con los indicadores que se le entregaron
al nuevo gobierno. En 1999 los números de la inflación se bajaron al 20 % con lo
que se confirmaba la tendencia que precedentemente se había marcado. Solo
cuando el populismo cedió terreno al sentido común, fue posible dominar el
demonio de Tasmania en que se había convertido la inflación en Venezuela.
Ahora
bien, en los tiempos que se inician con el finado –especie de reencarnación de Bolívar,
según acuciosa observación de Daniel
Ortega- era previsible que la inflación se descocara al final del camino, como ahora precisamente la vivimos, nunca
antes las cifras que perseverante y abruptamente suben por estos días, las habíamos
padecido los venezolanos –en tiempos por cierto en que en todo el continente y en
el mundo entero, las inflaciones elevadas, por sobre el 5 % anual, y 0,5
mensual, son una suerte de rara avis, que suscitan interpelaciones
y enconadas críticas a ministros de economía-.
Estas desproporciones del nivel de precios son la consecuencia de lo que ya hemos dicho,
la acumulación de todos los disparates que en el terreno económico que nadie en
su sano juicio cometería. Una caída progresiva de la oferta de bienes por la
destrucción irresponsable, cuando no perversa, de los factores productivos, que
abarca desde la ocupación, expropiación, y apropiación ilegal de fincas y
empresas de todo género. La dependencia absoluta como jamás se tuvo, de un solo
producto de exportación, cuyos frutos se destinaron preponderantemente a
convertirnos en una economía importadora, fuente de guisos y chanchullos que
son noticia roja en todos los diarios. Una desquiciada expansión del gasto público
solo sostenible por mayor endeudamiento cuando
los precios del crudo se desplomaron -como siempre ha sucedido durante todos los
ciclos económicos mundiales-. Y finalmente la extensión del control de cambios
por un tiempo más allá de lo necesario, cuyas flexibilizaciones, solo
produjeron un engendro cambiario con tres tipos de cambios, contexto de ventajosas condiciones para toda clase de
manipulaciones cambiarias que con una frecuencia insólita en nuestros países, siempre terminan beneficiando a unos pocos bien conectados con el sistema.
Vivimos
un momento muy difícil, no hay soluciones fáciles y de corto plazo para los problemas
económicos del país. Pero es claro que con unas proyecciones de 350 % y últimamente
750% del nivel general de precios para este año, para cualquier gobierno la prioridad
en materia económica tendría que ser el abatimiento de la inflación, y eso no
es posible si no se actúa sobre las
causas estructurales que la originan, entre ellas, naturalmente, el propio
gobierno del presidente Maduro. Mención aparte ha de merecer el tema de la escasez, que en su momento abordaremos.