lunes, 30 de julio de 2012

El caballero de la Virgen

Por: Marcelo Moran 

Hace pocos días, producto de una larga sesión en la web, tropecé por casualidad con un interesante libro: El caballero de la Virgen del escritor español Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928). Aunque era parte de la llamada Generación del 98, aquí en Venezuela es casi un desconocido. Tal vez porque sus libros no volvieron a reeditarse con la fuerza que alcanzaron en Latinoamérica las obras de otros de sus consagrados coterráneos. 

Después de leer El caballero de la Virgen (novela histórica publicada en 1929) pienso que Blasco Ibáñez era un hombre dotado de una imaginación sobrenatural, cuando consigue hilvanar con elegancia algunos episodios confusos de aquellos primeros años de la conquista de América sin dejar asomar ni siquiera sus mínimas costuras. 

Sin pretender analizar la obra, porque no es mi especialidad, esbozaré sólo algunos rasgos de su personaje: don Alonso de Ojeda, que pese a que sus hazañas pueden considerarse hoy como de películas y suscitaran la admiración de medio mundo, su vida estuvo marcada por el infortunio. No así sus discípulos: Cortes, Pizarro y Núñez de Balboa que fueron premiados por la Providencia para tener gran protagonismo en la historia de Latinoamérica. 

Los viajes de Don Alonso por las costas de Tierra Firme, es decir por los territorios de lo que hoy es Venezuela, Colombia y Panamá resultaron un fracaso. Tuvo que enfrentarse con toda clase de adversidades, sobre todo con un ambiente selvático donde los caprichos de la naturaleza parecían arrebatarle a Dios parte del proyecto de Creación.

En uno de ellos, agobiado por todo tipo de carencias, intenta regresar a Santo Domingo en busca de recursos en un decrépito barco pirata que por designios de Dios y la Virgen María, a la que le profesaba una gran devoción, consigue llegar por un punto no identificado de Cuba en un acto que puede compararse sólo con el penoso retorno de Odiseo a Itaca. 

Cansado por el peso de la desdicha muere en Santo Domingo en 1515 o 1516. Como último deseo pide que sus restos sean sepultados en la entrada del Convento de San Francisco, para que todo el que cruzase el umbral pisase su tumba como desprecio por los pecados cometidos. 

En una segunda exploración también reciente, conseguí otro libro: Escritos diversos, Emiliano Tejera de Andrés Blanco Díaz, editor. Si el libro de Blasco Ibáñez es sorprendente por presentar –claro está, en una novela– a un Alonso de Ojeda de carne y hueso, esta publicación impresa en República Dominicana en 2010, resulta por demás interesante, pues recoge una serie de artículos, ensayos y epistolarios de este insigne intelectual dominicano entre las que destacan unas cartas que explican un episodio poco divulgado sobre una solicitud de Venezuela al gobierno dominicano de trasladar los restos de Alonso de Ojeda a la Ciudad de Maracaibo a fin de construirle un panteón por conmemorarse el 24 de agosto de 1899 el cuarto siglo del descubrimiento del Lago de Coquivacoa. Para esa fecha, el presidente de Venezuela era Ignacio Andrade (hijo del gran prócer altagraciano Escolástico Andrade) quien hace la solicitud a su homólogo de República Dominicana, Ulises Heureaux. 

Los rumores sobre el deterioro que presentaba la tumba del renombrado capitán en las ruinas del antiguo Convento de San Francisco hicieron más propicia la solicitud de Venezuela, pero el intelectual Emiliano Tejera, quien tenía mucha influencia en la cultura de ese país, negó la petición encontrando rápido eco en el Congreso Nacional. 

Tejera aseguraba que el pueblo dominicano no tenía potestad para quebrantar el deseo del heroico difunto y menos para complacer la petición venezolana. Sin embargo, ocho años antes en 1892, los restos de don Alonso fueron trasladados de las ruinas del convento de los franciscanos a un nuevo sitio: el Convento Dominico, donde permanecieron hasta 1942, y de allí, devueltos a su antigua cripta de donde desaparecieron en 1965, tras la guerra civil que asoló a éste país antillano y que terminara con la intervención de los Estados Unidos. 

De modo que los sucesivos gobiernos de Venezuela olvidaron el caso y no fue sino hasta 1937 cuando se decreta en la Costa Oriental del lago de Maracaibo la fundación de la primera ciudad –en pleno siglo XX– dedicada a la memoria de un conquistador del siglo XVI, cuyo mérito fue haberse casado con una wayuu, a quien llamó Isabel, y con la que se da inicio al proceso de mestizaje en América. 

Qué iba a imaginarse don Alonso que en aquel lago que exploró con avidez en 1499 sin encontrar el mínimo vestigio que delatara una fuente aurífera u otros recursos con que justificar su empresa para la golpeada corona española , se honraría su nombre como gratitud por habernos concedido el gentilicio de ser venezolanos. Y debajo de aquellas aguas sedosas, violadas sólo por la lujuria de las estacas de mangle que suspendían los pintorescos palafitos y que serviría como pretexto para inventar un nombre como la Pequeña Venecia, se escondía el caudal de oro negro que brotaría después para asombrar el mundo y para envolvernos en una borrachera de la que aún no hemos podido salir; advertida como premonición en el memorable artículo Sembrar el petróleo de Uslar Pietri; publicado en el diario Ahora en 1936; reiterado por Ramón Díaz Sánchez en Mene editada también en 1936 y exhortado por Rómulo Gallegos en Sobre la misma tierra en 1943.

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