martes, 30 de abril de 2013

La ruta democrática... y el "fraude"


Por: Enrique Ochoa Antich

Éste (entrecomillado cuando no es tal) suele ser el principal obstáculo de aquélla. Aquí en esta columna lo he escrito por años y debo ser coherente. Veamos.

Es claro que la ruta democrática no es sólo electoral, que no puede aprisionarse en las urnas electorales. También es ruta democrática la lucha de calle no-violenta, la protesta social, y el largo etcétera de modalidades de resistencia civil que incluyan siempre los principios de resguardo a la paz, de respeto a la opinión ajena, de la democracia como modo de vida. Pero es evidente que el voto como instrumento para la disputa por el poder político es la esencia de la ruta democrática, aquí o en cualquier lugar del planeta, ayer, mañana y siempre. Por eso debe cuidarse la credibilidad en él.

Cuando la enfermedad del radicalismo ataca al pensamiento de no importa qué proyecto político: de izquierda o de derecha; cuando se es poseído por la atrofia del esencialismo (propia, por cierto, de una izquierda ya superada en el tiempo) según el cual todos los males de una sociedad, por circunstanciales que sean, están referidos a su esencia -capitalista, socialista, comunista- y por tanto no vale la pena ninguna reforma ni lucha dentro del sistema pues lo único que vale la pena es arrancarlo de cuajo; cuando ya no se trata de plantear un programa que vaya a la raíz de los problemas sino de una retórica cuya estridencia se basta a sí misma; entonces la política se desbarranca hacia destinos inciertos generalmente puestos al margen de los procesos reales de la sociedad. Al menos eso aprendí del MAS que en 1974 produjo ese viraje ideológico y práctico que fueron las llamadas "Tesis del Nuevo Modo de Ser de la Política Socialista".

Una muletilla de ese radicalismo inútil es la apelación al mito del fraude aunque no sea real, de lo que se deriva una sub-patología: el fraudismo. Según éste, toda pequeña irregularidad es arbitrariamente extrapolada y cuestiona al conjunto del proceso. Luego, no se para en mientes, aunque con el mismo sistema electoral, con los mismos cuadernos, etc., se haya ganado muchas otras elecciones, incluso alguna en la que el propio actor que denuncia el fraude haya participado como candidato vencedor. De cualquier modo, argumenta que el fraude se produjo en la mitad de la votación no auditada... aunque ésta y la sí auditada hayan sido escogidas por azar con participación de sus propios testigos. Y no explica cómo, por ejemplo, el perpetrador del fraude no se robó la elección regional que más apetecía, ni el referendo que perdió por poco margen, ni cómo es que, pudiendo robárselas, prefirió el trabajoso sendero de cambiar los circuitos electorales pues preveía que su adversario ganaría las elecciones parlamentarias (y además permitió que se conociera un resultado que durante aquella ocasión en el voto popular le fue adverso con un 52 % en contra).

Perder unas elecciones por muy poco margen, como resultado de un paciente esfuerzo de casi una década, enfrentando el ventajismo y el abuso de poder, y por encima de los propios errores, constituye una enorme victoria política que radicales y fraudistas chotean con su discurso cuando más bien debe ser potenciado para próximas contiendas. Por eso siempre hay que temer a abrirle la botella al genio afantasmado de la abstención. Tenerlo encerrado allí es condición sine qua non para poder pedirle luego el voto a la gente. Es bueno nunca olvidarlo.

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