martes, 2 de febrero de 2010

El cronista

Por: Marcelo Morán

Un anciano llegó con su nieto a pernoctar en un paraje que servía de punto de encuentro a numerosos viajeros que venían de la Alta Guajira así como los que regresaban de Maracaibo. Después de bajar de sus monturas, sacudieron a sombrerazos el polvo adherido a sus cuerpos y se dirigieron de inmediato a quien fungía como posadero en un bohío, techado a medias con palmas y completado armoniosamente con fibras resecas de cardón.

La noche estaba por caer y no había mejor escenario que ése sitio colocado adrede en medio camino para el descanso de los que aspiraban recorrer –como era el caso particular de ellos– una distancia superior a los doscientos kilómetros y con un incómodo arreo de vacunos.

El adolescente de catorce años, más que cansado estaba aburrido. Deseaba caer en un profundo sueño para despertar al otro día en Veritas y ahorrarse casi un mes de viaje a través de la sabana bulliciosa y polvorienta.

Un rato después, la tertulia dominaba el auditorio a cielo abierto donde un cacho de luna parecía imitar la forma de los chinchorros colgados por la decena de noctámbulos que allí se guarecían. El muchacho quería dormir pero era perturbado a cada momento por el rumiar de los animales, que se concentraban como sardinas en un corral hecho con cardones; sembrados pacientemente en forma rectangular, hasta que de pronto, fue derribado por el tropel de una narración muy bien llevada por la voz ronca de un hombre de elevada estatura que acababa de llegar, y cuyo comienzo era así:

“Un bongo remonta el Arauca bordeando las barrancas de la margen derecha”.

Y el final era de esta manera:

“Transcurre el tiempo prescrito por la ley para que Marisela pueda entrar en posesión de la herencia de la madre, de quien no se ha vuelto a saber noticias, y desaparece del Arauca el nombre de El Miedo y todo vuelve a ser Altamira”.

Esa noche nadie durmió comentando el relato que duró cuatro horas y dejó pasmados a todo el auditorio, entre ellos el muchacho.

Diez años más tarde, en 1949, el joven abandonó a su abuelo y fue a labrarse un mejor destino a las haciendas de Santa Bárbara del Zulia, que permanecer sin esperanza en la aridez de la remota península. Ya antes había estudiado la primaria en Paraguaipoa bajo la tutela del recordado maestro Orángel Abreu Semprún.

Allí permaneció varios meses como jornalero hasta ser reclutado y llegar a cumplir con el servicio militar en la ciudad de Caracas. Estando allá en una barraca, otro soldado compañero de litera le facilitó un libro: Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos. Lo leyó de cabo a rabo en dos días y pareció regresar con la lectura a aquella borrascosa noche del año 1939, cuando la oyó de boca de aquel narrador extraordinario. Un torbellino de dudas e interrogantes empezaron a asaltarlo.

¿Cómo pudieron recoger en ése libro aquel relato trasnochador de su adolescencia?

Y así poco a poco comenzó su investigación. Gallegos estuvo en la Guajira en el año 1941, es decir, dos años después de haber escuchado con su abuelo aquella historia tan fascinante, ¿entonces, cómo llegó a boca de aquel viajero?

El ejemplar de la obra que tenía en sus manos le dio algunas pistas: era una edición del año 1948 y en sus páginas preliminares se apreciaba que, Doña Bárbara, había sido publicada por primera vez en España en el año 1929: diez años antes de aquella grata narración.

Tan pronto fue dado de baja, en año 1951, encontró trabajo en la CANTV: en el cuartel se había especializado en equipos de telecomunicaciones. Ese mismo año conoció por casualidad a los profesores Ángel Rosenblat, Miguel Acosta Saignes, Walter Depuy y Marta Hildebrant, quienes trabajaban en un proyecto sobre lenguas indígenas dirigido por la Universidad Central de Venezuela y de la que no tardó en formar parte. En el año 1953, gracias a su asesoría se editó el primer diccionario Español Guajiro que se constituyó en un acto de justicia para nuestra olvidada etnia zuliana, de cuya existencia se sabía muy poco en esa Venezuela de entonces, en la que se llegaba a creer que, su referencia en la novela Sobre la Misma Tierra, no era más que el producto de una ficción bien llevada por la pluma de Gallegos, ambientada en un escenario tan inverosímil, que parecía no pertenecer a este mundo.

Después del éxito alcanzado por aquella publicación, se le permitió tener un espacio en una revista mensual del Ministerio de Justicia, que a la sazón, tenía a su cargo la defensa de los derechos indígenas. Aunque no fue un muy prolífico, sus escritos siguen siendo hoy fuente de consulta para los investigadores. Y fue así como en una temporada de vacaciones retornó a la Guajira para despejar aquella inmensa duda sobre Doña Bárbara. Preguntando aquí en otras partes, dio con el paradero del cronista a quien logró entrevistar, y al momento de preguntarle como había hecho para conocer la trama de la novela de Gallegos, respondió con la candidez digna de un santo:

“Me la contó un paisano que trabajaba conmigo en una hacienda de Perijá, hace tiempo: él sabía leer libros; en cambio yo, no tenía la menor idea de lo que era una letra del lenguaje de los alíjunas. Nunca fui a la escuela”.

Como el idioma wayuunaiki no tiene escritura propia, sus hablantes compensan con la memoria esa limitación, tal como se ejemplifica en el caso del genial narrador que se atrevió a contar en una noche de viento la novela Doña Bárbara a sus coterráneos, y entre los que se encontraba José Antonio Polanco de, sólo catorce años.

Luego de vivir varios años en Caracas, retornó a su terruño; la capital nunca lo deslumbró y lo apartó de su gente. Como cosa extraña, jamás volvió a escribir ni siquiera un párrafo sobre tantas cosas hermosas que todavía atesoraba y merecían ser conocidas para la posteridad, pero un día en la que me tocó visitarlo a su casa, apeló una vez más con asombrosa lucidez a su memoria, –como hacen todos los wayuu– y me contó ésta anécdota en el año 1984, después de transcurrir más de cuatro décadas de su audición en la Guajira.

José Antonio Polanco, era sin dudas el pionero de los escritores wayuu y pertenecía con mucho orgullo al clan Apshana, que tiene como símbolo totémico al zamuro. El resto de su vida lo pasó trabajando como radiotécnico al lado de sus tres pequeños hijos en un caserío de la comunidad de La Paz, en el municipio Jesús Enrique Lossada.

Murió el 04 de octubre de 1990, a los sesenta y cinco años de edad, en Maracaibo, rodeado por sus familiares y muy distante del fragor de su tierra natal.

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