sábado, 16 de julio de 2011

Facundo Cabral

Po: Elizabeth Araujo

Atravesado por los últimos rayos de sol de aquella tarde, apareció, distraído, algo sonriente y lento para moverse, con el cigarro que más tarde abandonaría, Facundo Cabral.

Tal vez sea esa mi primera evocación del trovador que el sábado pasado fue incluido en la lista de asesinatos impunes que se ejecutan a diario en las calles latinoamericanas, y frente a los cuales a veces no tenemos otra respuesta que la del llanto y el dolor.

La inesperada muerte, estúpida e injusta, de este argentino universal nos devolvió por instantes las horas universitarias que se sedimentan con los años. Alumna de Comunicación Social, me habían asignado entrevistarlo para un programa radial interno de la UCV llamado El Museo de la Palabra.

A decir verdad, no tengo la seguridad si esa entrevista permanece en los archivos de la Dirección de Cultura, de donde fui beneficiaria de una bolsa de trabajo, y mentiría si guardo en la memoria las respuestas exactas de aquellos 30 minutos en los que el cantautor nos concedió y nos hizo reír, justo cuando se apresuraba a ingresar al Aula Magna, escenario que en cierto modo se convirtió en su santuario predilecto, cada vez que sus pies lo traían a Caracas.

A las nuevas generaciones, para quienes Facundo Cabral podría resumirse solamente en las letras de sus canciones, quisiera decirles que los sicarios no sólo equivocaron la dirección de sus balas y mataron a un trovador sin edad y sin porvenir, como solía decir en sus tonadas, sino que acabaron con un soñador que perseguía su propia utopía, sin molestar ni dañar a nadie, y por eso tanta conmoción en el continente ante su abrupta partida.

Sobreviviente de no pocas catástrofes personales (una niñez de extrema miseria, al punto que varios de sus hermanos murieron de hambre y frío), Facundo Cabral significó para quienes aman la libertad y detestan a los opresores, un digno testimonio de que la vida no se deja sobornar por las palabras ni acobardar por las puntas de los fusiles.

Excepcional por ser un artista cuyos relatos y argumentos no solían terminar, confieso que en sus conciertos amaba más sus largos preámbulos mientras rasgaba la guitarra a la forma ansiosa de quienes esperaban por el comienzo de sus canciones.

Facundo Cabral era único. En su mirada se delataba un poderoso sentimiento de dolor, pero sus palabras demostraban siempre una extraña bondad, que venía justamente de quien había padecido privaciones, y no se refugió en el resentimiento ni la venganza.

Mucho se ha hablado de este hombre que dejó su felicidad en suspenso. Yo sólo quiero dejar una humilde constancia de que el poeta a quienes unos estúpidos le arrancaron la vida y dejaron inerte en un charco de sangre, no podrán quitarnos el Facundo Cabral que cada uno de nosotros admiró y quiso. El día de su muerte percibí con tristeza cómo alguien se apresuraba en lavar la sangre del piso. Es probable que el amor y no la rabia permanezcan allí.

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