viernes, 18 de diciembre de 2009

El reloj de hielo

Por: Ana María Cano Posada

El reloj de sol existía cuando la intemperie y la naturaleza regían la vida sobre el planeta; y el reloj de arena era preciso cuando la perpetuidad y la conservación en monumentos que abarcaban a muchas generaciones, era lo único que importaba en una historia humana que comenzaba a construirse sobre la tierra que apenas tenía huellas humanas.

Sin percibir el enorme surco abierto por el uso y abuso de ejércitos de humanos que buscaron aquí su supervivencia y su lucro en los recursos naturales, comenzó a sentirse el efecto en severas modificaciones planetarias. Ahora la metáfora es en sí una obra de arte efímera y dramática: un oso polar en hielo, que se deshace a lo largo de diez días, sin que nadie pueda impedirlo, pero todos asistimos a este desesperante derretimiento.

Once toneladas de hielo y diez días de existencia son las señales particulares de esos dos concretos símbolos de la fragilidad del planeta ante el calentamiento global y de nuestra postura por completo externa a lo que ocurre. Dos osos polares que fueron hechos por el escultor Mark Coreth, ambos con una estructura de metal por dentro, uno en Copenhague en una de las plazas que dan a la gran conferencia climática de la ONU en este diciembre de 2009 y el segundo en Trafalgar, en Londres, desde el 11 de diciembre, los dos desaparecerán antes de Navidad. Es un acierto este símbolo para que quede en la memoria de los que somos testigos de este momento donde el futuro nos impone recomponer la jugada de nuestro estilo de vida en el planeta, hoy insostenible individual y colectivamente.

Mientras este acontecimiento artístico y ecológico ocurre ante los ojos, pasan delegaciones, curiosos, detractores por aquella conferencia que busca, al reunir a 110 jefes de Estado, hacer algo definitivo para cambiar la mentalidad de los países y la actitud frente a la responsabilidad personal en el deterioro, pero se teme pueda llegar a desperdiciarse esta ocasión única de que los humanos nos hagamos cargo de lo acumulado por generaciones al devastar el planeta como si fuera una propiedad privada individual y una fuente desechable de recursos.

La prueba de la completa falta de conciencia es que el Protocolo de Kioto, asumido por unanimidad en 1997 y que tenía unos compromisos que irían hasta 2013, ha sido ignorado y saboteado al punto de llegar a esta nueva conferencia con los mismos referentes, los de buscar un culpable al cual poderle endilgar toda la responsabilidad para que los enormes productores de deterioro ambiental y los pequeños queden enfrascados en una rebatiña. Una batalla de culpables que es parecida a la de aquel que intenta hacer algo por sí mismo contra el cambio climático pero se descorazona ante el primer vecino que contradice el mandato de preservar los recursos naturales y fácilmente desiste. Quién da menos, es la consigna.

Ese delicado equilibrio de supervivencia con permanencia del planeta para las generaciones que siguen es lo que nos queda en la imagen perdurable de ese oso polar derritiéndose ante nuestra actitud egoísta e impotente. Que no vayan a timar al planeta los negociadores y los jefes de Estado que representan el mundo en Copenhague como si fueran los dueños del balón: las consecuencias de esta irresponsabilidad histórica serán dramáticas, extensas y deplorables.

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