Por: Marcelo Morán
El día anterior había salido de Ciudad Ojeda para pernoctar en Maracaibo con la intención de tomar en el primer autobús hacia Maicao, Colombia. Desde mi infancia tenía desbordados deseos por conocer la Guajira colombiana, sobre todo Uribia, a la que sólo conocía por referencias de mi abuela Ana Joaquina; una tía de mi madre que recuerdo con mucho cariño, y que nos visitaba por temporadas en nuestra casa de Mara.
A las 4 de la mañana salí del Terminal de Maracaibo; el autobús iba casi vacío, igual que el cuadro que presentaba la ciudad a esta hora. Creo que es la única ocasión en que puede visitarse la capital zuliana sin ninguna restricción: no hay embotellamiento de vehículos en las calles y la gente apenas empieza a despertar.
Después de dos horas de viaje el transporte iba lleno y no dejaba de recolectar pasajeros a lo largo de
A las 9:00 am al fin llegué a Maicao, desde la distancia pude observar la torre nacarada de la imponente Mezquita Omar Ibn Jattab; erigida por la comunidad musulmana que hace vida en este importante centro comercial de
Me hubiera gustado disponer de más tiempo para visitarlo, pues según los reportajes que he podido leer en la web, es el principal atractivo de ésta bulliciosa ciudad y representa el segundo templo islámico más grande de Suramérica.
Con el respaldo de 2 mil bolívares fuertes pensé que podía pasar sin contratiempo los cuatro días que aspiraba disfrutar en Uribia. No tenía por que preocuparme por el pago de alojamiento y comida, pues en el sector de Petsuapá, mis familiares alberga una manzana.completa.
Primer obstáculo
Para abordar el autobús a Uribia, tenía primero que hacer la conversión de bolívares a peso. Tenía que cancelar casi doscientos bolívares que valdría el pasaje al cambio establecido. Aunque me sobraban recursos para pagar diez veces el equivalente del pasaje, nadie quiso hacerme la transacción. “El Bolívar Fuerte, aquí no es fuerte. Debe disponer de millones para que podamos transarle. Noventa pesos no es nada”, me dijo una de las personas que hace este tipo actividad alrededor de las líneas de transportes.
El cielo se había oscurecido y sobre mi cabeza empezaron a caer las primeras gotas que anunciaban un aguacero. En esa desesperanza le ofrecí al gestor con que ya había hablado cien adicionales, es decir, trescientos bolívares para que me diera los noventa pesos que necesitaba para embarcarme. El hombre cedió más por la preocupación que le trasmití que por el valor de los cien bolívares, que de Fuertes no tienen nada. Al contrario, por primera vez me di cuenta de que su nombre parecía una deshonra a la memoria del Libertador.
El chubasco se desató y en el interior del autobús se produjo una confusión entre los pasajeros que iban subiendo comparado sólo con el tumulto de un abordaje pirata. En segundos la unidad se llenó, y poco a poco se iba alejando del centro de Maicao sin dejar de hacer paradas para montar nuevos viajeros.
Músicos a bordo
Me había sentado detrás del chofer, al lado de la ventanilla, para disfrutar mejor del paisaje que iba apareciendo, pero no lograba ver nada a través del parabrisas en medio de ese diluvio bíblico. En cambio el conductor parecía dotado de unas facultades extraordinarias para desplazarse impávido a través de un espacio sin forma de donde continuaba recogiendo pasajeros, hasta que de repente, se detuvo por más de cuarenta minutos sin dar explicación. Luego de este intervalo, se montaron tres jóvenes músicos de vallenato; cada quien con su típico instrumento. También cada uno empuñaba una botella de ron Antioqueño.
A pesar de que el autobús iba lleno, enseguida tres voluntarios cedieron sus asientos para que los artistas pudieran sentirse a gusto y lograran ejecutar la primera canción para librarnos del frío letargo del aguacero.
El ayudante del autobús se hizo cargo de las botellas y el control de los tragos: el primero fue para el chofer, quien aclaró su garganta antes de interpretar Los sabanales del reconocido Calixto Ochoa, así como una sucesión de temas que se prolongó por tiempo indefinido, pues de allí en adelante la parada se hacía sólo para comprar nuevas botellas de ron en algún sitio escondido por la lluvia y que la brújula mental del chofer podía descubrir sin contratiempo.
Fue entonces cuando se produce el reclamo airado de una usuaria de edad avanzada que se dejaba acompañar por dos niños:
-Por culpa suya, mis nietos no verán hoy a su padre. Ya deberíamos haber llegado a Uribia de no ser por la bebedera que lleva.
El chofer mandó a parar la música para aclararle la situación a la dama reclamante:
-No tengo la culpa, doña. Éste es el quinto sábado que llueve de manera consecutiva desde las 9:00 de la mañana. Usted debió irse a las 3:00 de la madrugada. A esa hora no llueve. Si no me cree, échele la culpa entonces a San Pedro por mandar tanta agua esta temporada.
La vieja para no seguir discutiendo prefirió mirar hacia el techo del autobús.
Por fin en Uribia
A la 1:00 de la tarde, llegamos a Uribia. Por un momento creí que me encontraba de nuevo en Ciudad Ojeda por el parecido con la plaza Colombia donde acababa de estacionarse el transporte. Con la salvedad de que de su núcleo, redondo, emergen ocho calles y en el centro se erige un obelisco que sostiene el tricolor colombiano. Al igual que Ciudad Ojeda, la población se concentra alrededor de varios anillos que desde el aire parece una rueda de carreta.
La lluvia había amainado un poco, y la gente que se encontraba alrededor de la plaza con paraguas, saludaba con efusividad a los trasnochados músicos que al parecer son muy apreciados en esta región. Ellos, precisamente, me condujeron hasta donde se encontraba mi tía que desde dos horas me hacía espera junto a dos jovencitas ataviadas también en coloridas mantas guajiras.
Al día siguiente salí a recorrer este hermoso pueblo, fundado en 1935 en honor al caudillo liberal, general Rafael Uribe Uribe. Su economía se basa en el comercio, ganadería caprina, turismo y otros rubros relacionados con la explotación del carbón.
Alternativamente en los meses de mayo y junio se celebra el Festival de
En este mismo marco se escoge la “Majayut de Oro”. Certamen donde tiene que conjugarse la belleza con la habilidad e inteligencia de las señoritas participantes. A este concurso concurren representantes de ambas guajiras.
Me sorprendió sobre manera el grado de profesionalización que tienen los uribeños. No es para menos, cuentan con la Universidad de la Guajira, cuya fundación se remonta ya a más de tres décadas y cuenta con núcleos en diferentes municipios del departamento que ha permitido el egreso de profesionales en distintas ramas del saber que apuntalan hoy el desarrollo de esta importante comunidad guajira.
Cabo de La Vela y el retorno
Después de dos días, partí con miembros de mi familia hacia El Cabo de
Las aguas de las playas son impresionantes; parecen azules, verdes, como el cielo en contraste con el dorado de la arena y los peñascos abigarrados que circundan el mar. Cuando me bañaba podía ver mis pies en las aguas con la nitidez de un espejo. Me sentía en ese momento tan dichoso, como el primer ser creado por Dios en la tierra.
A pesar del aluvión de turista que frecuenta este lugar, todavía hay muchas limitaciones para el visitante; hay tramos de la inmensa red de caminos en mal estado, y el agua potable es muy escasa. Tampoco hay energía eléctrica, a pesar de encontrarse allí la infraestructura para desarrollar electricidad a través de la fuente eólica. Como el Parque Eolíco Jepirrachi, donde los monolitos de viento parecen robots de una escena de la Guerra de las Galaxias, prestos a invadir la sabana uribeña.
A lo largo de la playa hay rancherías donde se vende artesanía, y se ofrece la gastronomía guajira: el friche; fritura de vísceras de chivo, carnero asado con yuca, queso de cabras, y bebidas como ayajaushi, cojosu y chica de maíz, ujolu, que completan el banquete.
Al tercer día terminó mi excursión. Salí de El Cabo de
Al llegar de nuevo a Uribia, ya era de noche. En casa de mi tía se encontraba una pareja de amigos que pretendía ir más al norte de la península, pero como en las últimas horas se conocían alarmantes reportes de los estragos que hacía la lluvia en esa región en los últimos días, decidieron regresar para buscar opción a través de Venezuela (Cojoro) y así llegar sin trauma a sus destino. Me propusieron que los acompañara, claro, no lo pensé dos veces luego del percance que tuve que sortear para adquirir noventa pesos para el pasaje de venida.
A las 2 de la mañana después de saborear un café en totuma me despedí de mi tía y de otros familiares. Salimos en una camioneta tipo a todo terreno rumbo a Maicao. Aún con el sopor del sueño interrumpido, en el trayecto, las luces de los carros que se cruzaban con nosotros me desquiciaban los ojos. Entonces decidí cubrir mi rostro con un sombrero, vuelteao que había comprado en El Cabo para llevárselo como presente a una persona muy especial en Ciudad Ojeda. De esa manera volví a reanudad el sueño.
Al cabo de tres horas desperté por los bruscos movimientos que hacía la camioneta para evadir y salir de unos cráteres bien definidos a lo largo de la carretera a pesar de la oscuridad reinante. El reloj digital del tablero marcaba las 5:15 de la mañana, y así sin abrir bien los ojos, supe en el acto que me encontraba de nuevo en territorio de Venezuela.