miércoles, 23 de febrero de 2011

La luz viene de Oriente

Por: Antonio Cova Maduro

Justo
cuando cientos de miles de egipcios celebraban en la ahora llamada Plaza de la Liberación una semana de haber echado a Mubarak, las balas y los muertos resonaban por el Medio Oriente. Nadie más criminal y más amenazante que el coronel Gadafi, refugiado en la capital, Trípoli, mientras las valientes protestas se extendían por el resto del país.

La caricatura de sí mismo que es Gadafi (el mismo que disfruta instalando tiendas del desierto en las afueras de los hoteles 5 estrellas a los que de vez en cuando honra -¿o deshonra?- con su visita), amenazó con "aplastar a sus opositores", con lo que parece no comprender que ya sonó la hora de regímenes como el suyo.

El pasado sábado, la BBC y otros canales internacionales reseñaban los muertos que ese oprobioso régimen se ha cargado ya, mientras el canciller británico, Hague, expresaba su profunda repugnancia por las horrendas noticias que desde allí llegaban. Los muertos, su sangre derramada, parece que no harán otra cosa que cavar más profundo el foso que lo separa de su pueblo, antes de ser arrojado a él. 42 años de opresiva dictadura rápido se acercan a su fin.

Mientras eso sucedía, la familia suní que domina todo el entramado del Gobierno de Bahrein -sin tomar en consideración las demandas de la mayoritaria población chiíta- lucía como la candidata a seguir de inmediato la suerte del tunecino Ben Alí y del anciano Mubarak. Una vez más, la población parece decidida a no cejar en su empeño en derrumbar ya a los regímenes que por tantos años soportaron.

Con más rapidez de la que podíamos imaginar está apareciendo un patrón muy claro en el huracán que sacude al Medio Oriente: las novísimas tecnologías de la comunicación, -que ya es claro escapan a la característica brutalidad dictatorial con los medios tradicionales-, no solamente expanden la verdad de lo que pasa en esa sociedad con asombrosa velocidad, sino que son utilizadas para convocar a miles de descontentos para hacer sentir su ira y su malestar.

Sabiendo que ya no tiene sentido controlar la enmudecida prensa, ni utilizar los desacreditados medios audiovisuales que el régimen controla, el aparato de seguridad de esos regímenes saca a la calle las fuerzas del orden, lo cual es la mejor receta para provocar una confrontación que, lo más probable -y lo que ha acontecido- es que termine con sangre derramada. En el mundo musulmán, sin embargo, esa sangre de inmediato es bautizada como sangre de mártires.

La sangre de mártires, entonces, de inmediato se transforma en el más seguro combustible para que arrecien las protestas, que lo primero que hacen es paralizar la vida normal de cada una de las sociedades que han iniciado la lucha.

Cuando la vida normal se paraliza, lo único en lo que piensan todos es en cómo continuar la lucha, cómo enfrentar al régimen, cómo incorporar a más gente en la lucha que ahora arrecia. Todo ello provee a quienes protestan, contrariamente a lo que piensan los regímenes bajo asedio, de la idea fija que "el fin del régimen" se acerca veloz, si solamente ellos acrecientan la presión. Es eso y no otra cosa lo que se dio en Túnez, luego en Egipto y ahora en Bahrein. Está comenzando a darse en la Libia de Gadafi.

Esos regímenes, entonces, acarician la ilusión de que si logran sacar a la calle a los beneficiados de su gestión podrían detener el río crecido que se les viene encima. Eso lo hicieron en Egipto, lo ensayan todos los días en Yemen, lo han realizado en Trípoli y de modo amenazante en las ciudades iraníes.

Regímenes policíacos como son, no logran entender que el vigor, la ira y, por lo tanto, la iniciativa está entre los que le adversan y que ya asumieron obsesivamente el propósito que al comienzo era un ensayo no muy esperanzador. Para los desafiantes opositores es un ahora o nunca y por ese objetivo ya no ven balas ni golpizas. Sienten que están en el carro de la historia y a ése no hay quien lo pare.

Mientras eso sucede en la convulsionada calle todos los días, en los corredores del poder el pánico se convierte en el peor consejero y las luchas intestinas que los jugosos beneficios mantuvieron sosegadas entre los "aprovechados" ahora brotan salvajes. Eso sella el fin del régimen.

Sin la calle -o mejor, con la calle en contra- y su tejido protector deshecho, la senil dictadura comienza a derrumbarse y los ahora dueños de la calle lo sienten. De pronto mil voces resuenan desde mil rostros felices. La pesadilla ha terminado y todas las energías se vuelcan a construir la democracia.

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