Por: Andres Schmucke G.
De esgrima no sé nada, pero en realidad eso importó muy poco. El ver paso a paso cómo Rubén Limardo iba trazando su entrada a la casa de los inmortales, fue una experiencia que le contaré a mis hijos y a mis nietos.
Porque lo que hizo el espadachín venezolano el miércoles 1 de agosto de 2012 en Londres, es una hazaña que tiene que pasar de generación en generación.
Limardo luchó, quizás el combate más complicado que tuvo fue el de la semifinal, el que le ganó al norteamericano en muerte súbita con un sablazo espectacular. Luego el combate por la medalla de oro lució, en teoría, como un trámite al ganarlo 15 a 10. Es así como llega la segunda presea dorada oficial de Venezuela en unas Olimpíadas, y la tercera en nuestra historia olímpica.
Muchas cosas se dirán seguramente, sobre todo, y esto es una lástima, sobre la inclinación o no inclinación política del atleta; pero esos debates y esas discusiones es preferible dejárselas a la gente que no puede ver más allá de sus narices. Lo verdaderamente importante es que Rubén Limardo ganó, cumplió su sueño de ser campeón olímpico y eso, como país, debe llenarnos de orgullo.
Yo prefiero quedarme con el grito de alegría que dimos todos en mi casa, prefiero quedarme con la imagen de todos cantando el Himno Nacional frente al televisor hinchados de orgullo, prefiero quedarme con la sensación de que durante esos momentos fuimos una sola nación y no un país dividido por diferencias políticas.
¿Es una utopía el soñar con vivir en un país así? Quizás, pero por más imposible que sea no hay que dejar de intentarlo. Yo siempre aplaudiré y apoyaré a cualquier venezolano que deje el nombre de mi país en alto, sin importar su inclinación política.
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