miércoles, 13 de enero de 2010

La última gesta wayúu

Por: Marcelo Morán

De tantas conversaciones que sostuve con mi tío José Antonio, recuerdo una que me llenó de estupor. Se refería a un hecho que no sé por qué razón no se le ha dado la debida importancia en la historiografía zuliana, pues se constituyó nada menos que, en un acto de rebelión llevado a cabo por el pueblo wayúu a mediados del siglo XX en contra de un personaje siniestro que sembró de ignominia y terror por cuanto paraje de la Guajira transitaba. Ese trágico episodio, vedado como referí antes, para la historiografía zuliana aún palpita en la memoria de los pocos viejos que hoy sobrepasan la gloriosa barrera de los cien años. Digo última rebelión, puesto que a lo largo de varios siglos se perdieron o no se quisieron contar muchas de las batallas que tuvieron que librar nuestros ancestros para frenar el atropello impuesto por los conquistadores. Ahora resulta insólito, que hoy, a menos de un siglo de este levantamiento armado, suscitado a orillas del río Limón en el municipio Mara, el pueblo del Zulia lo siga ignorando.

En la segunda década del siglo XX, hizo su aparición en la Guajira un militar gomecista llamado Juan Bautista Reyes, que pretendía poner orden en la región y acabar con la hegemonía y excesos que cometían algunas parcialidades wayúu. Situación que él pudo controlar a través de unos procedimientos, cargados con todo tipo de odio y crueldad, que terminó con el tráfico humano hacia las tierras del Sur del Lago.

Entre tantas formas de ejercitar su barbarie se contaba que, en muchas ocasiones, éste sanguinario personaje llegaba al extremo de probar su puntería, valiéndose de fusil Winchester con cualquier wayúu que se encontrara en su camino o se divisaba apacible desde cualquier bohío plantado en el horizonte de la península. Otras veces, los colocaba en cepos (instrumentos de tortura que inmovilizaba a la víctima desde el cuello, pies y manos a través de maderos para luego ser azotados) Por otra parte, mandaba a cavar a sus prisioneros profundos huecos que serían sus propias tumbas después de ser ajusticiados.

Esta práctica era una de sus más preferidas. Mi padre me contó que en el año 1948, cuando era policía del estado, presenció el hallazgo de decenas de esqueletos humanos que se mantenían ocultos en la arena luego de ejecutarse unos trabajos de remoción para unir la vía de Paraguaipoa con Los Filúos. Todas eran víctimas; reportados como desaparecidos en los tiempos de Reyes.

Situaciones como ésa eran repetitivas a lo largo de toda la Guajira.

Las noticias sobre los excesos y atropellos que cometía este nefasto personaje no se hicieron esperar, después de eliminar a uno de los miembros del clan Jayaliyu, José “Josechón” Fernández, junto a su amigo Elías Hernández: ganadero zuliano, quien se encontraba de visita, invitado por la familia. Antes lo había hecho con el jefe del clan Apshana Rafael “el Maneto” González, quien murió después de tres días de agonía luego de ser flagelado en un cepo.

Para frenar esa ola de ejecuciones, representantes de la Guajira elevaron la denuncia personalmente ante el despacho del general Gómez, quien, como muy pocas veces, fue receptivo y de forma inmediata envió una delegación para aprehenderlo y llevarlo como prisionero a Caracas.

Reyes, se encontraba en ese momento en el Teatro Baralt, disfrutando una película que ya se proyectaban allí desde hacía tiempo, cuando alguien de su entorno lo pone sobre aviso. De allí partió presuroso a un sector de Bella Vista, donde tenía una ostentosa vivienda para planificar su escapada hacia su hacienda Los Limonsones, ubicada cerca de la población de Carrasquero, en el hoy municipio Mara. En su residencia citadina, se quitó su uniforme militar, se cortó el pelo y se rasuró la barba para pasar desapercibido y emprender sin contratiempo su huida hacia su finca. Muchos testigos lo vieron pasar con dos acompañantes por una trocha llamada “La secreta”, que empezaba en el sector de Las Peonías y llegaba al poblado de El Sargento, también el municipio Mara. A su posesión llegó un poco antes de la medianoche; exhausto, para elaborar un plan. El plan consistía en aplastar cuanto antes el movimiento que ya estaba levantado en la Guajira en su contra y que utilizaría para salvarse, justificándolo como una sublevación armada contra el gobierno de Gómez. Pero era demasiado tarde para hacer conjeturas, pues a muy pocos metros de distancia: en la otra ribera del Limón había un cinturón de quinientos wayúu, armados con Mausers, Winchester y arcos y flechas, que no se amilanaron ante los embates de los terribles zancudos, serpientes y otras alimañas que identifican ese intrincado lugar del río Limón; allí estaban los guerreros inconmovibles, esperando sólo la señal de ataque.

Eso ocurrió en el alba: empezaba apenas a clarear el día. El coronel fue el primero en levantarse, como era su costumbre. Tomó una totuma con agua para despabilarse el rostro, mientras que, a cierta distancia, desde un alambrado, lo observaba impávido el franco tirador, conocido como Juan Koyoa, quien accionó el fusil una sola vez. El disparo certero hirió de muerte al coronel, sin embargo, él desde el suelo trató de repeler la agresión. Pero en segundos, vino el aluvión de guerreros accionando también sus armas en contra de los soñolientos soldados que salían de la casa presa de la confusión y el desespero. Todo fue arrasado y saqueado en Los Limonsones. Los iracundos wayúu, sediento de venganza, saltaron a otras propiedades aledañas al río creyendo que el coronel Reyes había escapado. Porque entre los muertos, que se contaban por decenas, no había ninguno con su ya habitual característica. Tres meses después de su muerte, todavía se veían pasar por las orillas del Limón muchos wayúu arreando ganado rumbo a la Guajira. La mayoría de los productores huyeron, abandonando sus propiedades, recalando días después por el sector de La Rosita luego de recorrer a pie una distancia superior a los cien kilómetros. Dicen que en la desesperación de la huida, unos se enredaban con alambres de púas y gritaban con impotencia: “Soltame Chiquitín”, creyendo que se trataba de uno de los cabecillas de la rebelión, identificado como Rafael “Chiquitín” Gonzáles, hijo del malogrado “Maneto”.

Los cadáveres fueron llevados a Sinamaica en carretas adonde se amontonaron; siendo colocados frente a la plaza Bolívar para la respectiva identificación. La mayoría de los soldados fueron reconocidos, pero no había señales del coronel. Muchos aseguraron de que tenía que estar allí, pues del pelotón que tenía en su finca sólo faltaba un soldado que años más tarde se conocería como Rafael “el Loco” Morales.

Uno de los curiosos aseguró de que sólo había una forma de reconocer el cadáver del coronel. Y esa forma era que, buscaran entre los muertos a quien tuviere las uñas de los dedos índice y medio manchados con nicotina, ya que el coronel era un fumador empedernido. Buscaron y hallaron las características, tal como lo había sugerido el fisgón. El rostro del coronel estaba irreconocible por efecto de la sangre coagulada que el mismo esparció antes de morir, segundo, estaba rasurado, y siempre se le conoció con una barba discreta bien mantenida. Sin duda era él.

Después del reconocimiento fue sepultado en el cementerio del poblado. Pero allí no terminó todo para los restos del infortunado coronel. Cuando se corrió el rumor de que se había reconocido el cuerpo, irrumpió en el sepulcro un jefe de uno de los clanes wayúu, llamado Tomás Silva, para degollar el cadáver, luego de completar ese acto macabro, amarró la cabeza a la cola de su caballo, siendo arrastrada por la calle de Sinamaica rumbo a un punto de la sabana, donde se haría una concentración. La cabeza del coronel fue colocada en un improvisado pedestal, para ser usada como blanco para que los deudos de los centenares de wayúu asesinados y desaparecidos, probaran sus punterías y saciaran su hambre de venganza. Así terminaron los días del coronel Reyes, quien se equivocó con un pueblo que a lo largo de más de tres siglos, resistió y no pudo ser doblegados por la opresión de los conquistadores españoles.

Así me lo contó mi tío, quien veinte años más tarde, en 1941, contando apenas con dieciséis años de edad reconstruyó la ruta de escape del coronel Reyes, acompañado de su abuelo materno Virgilio Polanco, quien conocía de sobra esos caminos, puesto que era comerciante de ganado y más de una vez se encontró con la tropa del Coronel siempre dispuesta a capturar wayúu para los fines más inconfesables.

Mi tío José Antonio, analizó y comparó los testimonios de los participantes, en la que se encontraban muchos familiares, así como versiones de vecinos y de aquellos que pudieron sobrevivir a la vorágine de 1921, para sacar luego su propia conclusión sobre la ultima gesta del pueblo wayúu

1 comentario:

  1. amigo estoy muy intersado en conoser la ruta que uso el coronel,y poder añadir un poco a heste comentario este es mi cell 0414-6428532

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