miércoles, 27 de enero de 2010

El libro de la risa y el olvido

Por: Edinson Martínez

“En febrero de 1.948, el líder comunista Klement Gotwald salió al balcón de un palacio barroco de Praga para dirigirse a los cientos de miles de personas que llenaban la Plaza de la Ciudad Vieja”. Así comienzan las primeras líneas de la obra: El libro de la risa y el olvido, de Milan Kundera, por cuya publicación en 1.979 fue acusado de traidor a la patria y privado de su nacionalidad. Hay una facilidad tan inverosímil como ridícula en todos los regimenes autoritarios para acusar de agentes extranjeros y traidores a la patria a quienes se les oponen. Ha sido desde siempre una forma de liquidar cualquier discusión política; no por la calidad argumental de ella; sino por la descalificación artificiosa de actores políticos adversos. Con el tiempo se ha convertido en una especie de libreto o guión para el ejercicio y debate político. Es de una simpleza estúpida y menospreciada a veces como herramienta descalificadora. Pero es en efecto, letal, porque concita en las mayorías de menor agudeza analítica, sentimientos de patriotismo que los moviliza. En su momento usada por los comunistas, los nazis, los fascistas y también por nuestros autócratas tropicales con las pavorosas consecuencias de persecución y muerte que ocasionaron en cada rincón del planeta.

“Gotwald estaba rodeado por sus camaradas y justo a su lado estaba Clementis. La nieve revoloteaba, hacía frío y Gotwald tenía la cabeza descubierta. Clementis, siempre tan atento, se quitó su gorro de pieles y se lo colocó en la cabeza a Gotwald. El departamento de propaganda difundió en cientos de miles de ejemplares la fotografía del balcón desde el que Gotwald, con el gorro en la cabeza y los camaradas a su lado, hablaba a la nación. Hasta el último niño conocía aquella fotografía que aparecía en los carteles de propaganda, en los manuales escolares y en los museos”.

Todos los autócratas han tenido un balcón para hablarle al pueblo – desde Mussolini hasta Perón –, se han creído imprescindibles para “el proceso” – uno tendría que preguntarse qué clase de proceso puede ser ese que depende de una sola persona – y desplegado el “culto a la personalidad” – expresión acuñada por la propia izquierda y de uso frecuente en los tiempos posteriores a Stalin, cuando se denunció la perversión de haber convertido en política de Estado los designios personales de inescrupulosa magnitud del jefe supremo – en proporciones demenciales para sembrar en el inconsciente colectivo la cara y el nombre del líder del proceso. Sólo los ingenuos en Venezuela pueden creer que un “comandante en jefe” no es una nueva versión de un autócrata y que la reelección indefinida no es la piedra angular de esta versión reencauchada en el siglo XXI de una autocracia. Podrá adornarse con palabrotas cargadas de luchas históricas, de ideología, – tal vez sería más apropiado decir de “ideas” – de afirmaciones justicieras y de redención social; pero en el fondo del asunto la verdad no es otra que el ejercicio continuado del poder hasta que el “cuerpo aguante”; no es nada nuevo eso en la historia nacional y mundial. Gómez estuvo en el gobierno hasta su muerte y se valía de cualquier argucia para hacer modificar la constitución y prolongar su estadía en el poder. Lo mismo intentó Pérez Jiménez. Los jerarcas comunistas estuvieron en el poder hasta su muerte, desde Mao hasta Brezhnev, pasando por Tito en la extinta Yugoslavia; y aquí mismito, en Cuba, Fidel estuvo hasta que el cuerpo no le dio para más. En su lugar…dejó a su hermano…

“Cuatro años más tarde a Clementis lo acusaron de traición y lo colgaron. El departamento de propaganda lo borró inmediatamente de la historia y, por supuesto, de todas las fotografías”.

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